Hola Mario.
Ya sé que es un saludo muy frío para alguien que fue tu
mejor amigo durante años pero la vergüenza me impide tratarte con más
familiaridad.
Seguramente pensarás, con toda la razón, que hay que tener
mucha cara para hablar de amistad después de lo que pasó aunque haya
transcurrido tanto tiempo.
Creo que te mereces esa explicación que no te di y que no
pediste.
En aquella época teníamos ambos unos veinte si no estoy mal y tú
ya empezabas a explorar lo que llamabas “los caminos del señor” mientras que yo
tiraba piedras por la causa, escuchaba metal, jugaba videojuegos y la metía hasta en un toma corriente si podía.
Cuando me presentaste a Raquel fue distinto. Tuve una
especie de revelación como si todo lo bueno y lo malo que había hecho en mi
vida sólo hubiera sido el camino señalado para llegar a ella. Era todo lo que
podía buscar en una mujer: Inteligente, dulce, divertida, culta; rápida e
ingeniosa en la respuesta cuando yo soltaba una burrada… y hermosa. Hermosa
hasta que me dolían los ojos de mirarla. Que putada que precisamente se tratara
de la novia de mi querido Mario.
No seré tan descarado como para decir que fue tu culpa, pero
debiste entender que yo estaba loco por ella. Todos parecían darse cuenta menos
tú (Y todos me advertían o amenazaban para que no la cagara porque nunca te
habían visto tan feliz). Siempre maldeciré el momento en que se te ocurrió que
yo era la persona adecuada para ayudarla con sus problemas con la contabilidad.
Ahí estaba ella cada día, escotada y fragante, mirándome y
sonriendo. Matándome en definitiva. Yo temblaba como un flan cada vez que su
mano rozaba la mía y tuve que salirme del salón solitario (¿Por qué nadie usaba
esa zona por las tardes?), y correr al balcón a tomar aire, cuando me besó la mejilla porque el balance
le había dado sumas iguales. Ya me había besado de ese modo inocente muchas
veces, pero esa vez no sé por qué la cosa fue diferente.
No sé si lo recuerdas, pero intenté que las lecciones se las
empezara a dar Berta. Raquel no quiso y a mí no se me ocurrió una buena excusa
para dejar de darle clases, tal vez porque en realidad no quería dejar de
hacerlo.
Seguí asistiendo cada día a mi tortura, repitiendo
mentalmente el mantra sagrado: Es la novia de Mario, es la novia de Mario, es
la novia de Mario…
A veces mientras le explicaba algo, miraba de reojo y me daba cuenta que Raquel no estaba
mirando al cuaderno. Me miraba a mí y yo trataba de convencerme de que
simplemente había algo chistoso en mi rostro concentrado. ¿Qué más podía ser si
de nosotros tú eras el más guapo y siempre ibas bien vestido? Yo llevaba mis camisetas
negras y aquella mochila de indio colgada al hombro mientras que tú,
inmaculadamente planchadito guardabas todo siempre en un impecable maletín de
piel. Hasta mis compañeros de clases miraban mis viejas “Converse” y mi chivera
(infaltable en todo revolucionario de la época) y me preguntaban si era así
como pretendía encontrar empleo de contador público algún día.
Así, poco a poco mi infierno personal (Y no intentó dármelas
de víctima) se construyó ladrillo a ladrillo y cada clase particular de contabilidad
llevaba nuestra antigua amistad a prueba de balas directo al abismo.
Aquella fatídica
tarde, ya casi noche, ella estaba luchando con no sé qué tema y de acuerdo a su
costumbre, leía susurrando cada palabra. Yo la miraba totalmente imbecilizado
(¿Existe esa palabra?) y algo en mi mente se tomaba cada movimiento de sus
labios como una invitación.
De pronto, perdí totalmente mi escaso control y sin pensar
en nuestra amistad o en su posible reacción, le agarré el rostro con ambas
manos y la besé.
La besé furioso de que no fuera mi novia. La besé sabiendo
que me partiría la cara y luego iría a decirte que me la partieras tú. La besé
y en ese momento no me importó nuestra amistad, no me importó que Raquel
también era mi amiga, no me importó que yo estaba saliendo con Berta, no me
importó ninguna maldita cosa en este mundo, compadrito.
Entonces me di cuenta que ella me correspondía el beso.
Ella acariciaba mi cabello casi al rape y entre beso y beso susurraba “ya era
hora”. La abracé y acaricié su rostro mirándola como preguntando “¿Ahora qué
mierda hacemos?”
En ese momento oí tú voz.
No sentí la puerta del salón, sólo escuché tu voz rota, tu
voz desgarrada de dolor. Me hubiera gustado que me rompieras el alma a patadas
pero tú no eras de esos, siempre fuiste el mejor de los dos. Con esa voz triste
que nunca podré olvidar, dijiste sólo tres palabras que quedaron grabadas a
fuego. Tres palabras que demostraban cuánto daño te había hecho esa persona que
había sido tan importante en tu vida:
-Tú no, Jhon…
Saliste del salón y yo quise ir detrás tuyo pero Raquel me
detuvo. “Déjalo, es mejor así” me dijo. No pudimos besarnos más, ni hablar de
lo ocurrido o de lo que iba a ocurrir ahora, mucho menos pudimos seguir
estudiando. Nos quedamos en silencio, sin mirarnos, a dos metros de distancia y
separados por un muro de hielo invisible.
No volví a acercarme ni a ella ni a ti. Dos semanas después
ella salía con aquel flaco de derecho (No recuerdo el nombre). Mucha gente
preguntó por qué ya nunca nos veían juntos y creo que ninguno de los tres contó
jamás la verdad.
No sé si es cierto, pero años después alguien me dijo que te
habías casado con Berta y que tenían una niña hermosa. Me alegro mucho por los
dos.
No había pensado en todo esto durante años. Hasta hoy que te
vi entrando en esa bonita casa azul y escribí esta carta que nunca tendré
cojones de meter por debajo de la puerta.
Tu amigo, bueno, examigo.
Jhon
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