miércoles, 7 de enero de 2015

Tam-tam-tam



Tam-tam-tam
-Maldito tarado- Fueron las primeras palabras que dije ese día. Siete de la mañana y él ya estaba sentado en la terraza tocando su tambor de forma monótona, sin el más mínimo sentido del ritmo. Cómo si inconscientemente buscara tocarle los huevos al vecindario.
Aquel mocoso y su madre habían llegado unos seis meses antes acabando con mi amado silencio.
El silencio era muy importante para mí. En diez años de matrimonio no me planteé jamás tener hijos (aunque mi mujer me lo suplicó en más de una ocasión) porque no estaba dispuesto a dejar que el llanto de un bebé acabara con mi tranquilidad.
Con el tiempo mi mujer dejó de insistir. No quería traer un niño a recibir golpes por perturbar mi silencio. A ella le sucedió un par de veces.
Tam-tam-tam
-Puto idiota.
-Déjalo en paz. ¿No ves que es mongolito?
Ese era el atenuante que mi mujer esgrimía siempre a favor del chico del tambor: Que era “mongolito”.
Yo no creía que fuera síndrome de down lo que aquejaba a aquel desdichado, no presentaba las características propias de ese mal. Algún problema tenía pero creo que no era eso.
Se decía que había sido un niño normal hasta que su padre murió atropellado ante sus ojos (aunque tal vez eran sólo cuentos de las chismosas del barrio). Desde ese día (siempre según las urracas del sector) tocaba sin parar aquel tambor, regalo de su padre.
Alguna vez su madre desesperada se lo quitó provocándole un espantoso ataque. La madre soportó sólo unos segundos de gritos y convulsiones antes de rendirse y devolverle el tambor. Después de eso empezó a hacer oídos sordos al incesante “tam-tam-tam” y a los reclamos de los vecinos.
A mi me importaba una mierda si era retrasado o no. Estaba harto del maldito tambor y me juré a mi mismo que si al volver del trabajo el subnormal ese estaba en la terraza, le quitaría el maldito instrumento y lo echaría a la basura. Por mí le podía dar un ataque o darle veinte.
Tam-tam-tam
Me fui a la ducha cagándome en mi suerte, en los mongólicos y en el hijo de puta que inventó el tambor.



Cuando salí a buscar el auto para irme a trabajar lo vi sentado como siempre, con la mirada perdida mientras movía con torpeza una única baqueta.
Tam-tam-tam
Estuve a punto de ir en ese instante y quitarle el mugroso trasto de una vez por todas pero decidí largarme.
-Ya ajustaremos cuentas tú y yo- Amenacé en voz baja.
Aquel día se me hizo eterna la jornada en la oficina. Estaba ansioso por volver a casa y acabar con el maldito problema del tambor. Parecía ser el comienzo de una nueva era de silencio.
Cuando regresé a casa el niño no estaba. Según me comentaron (sin yo preguntar) las cacatúas del barrio, su madre lo había llevado al médico. Al neurólogo según una, al psiquiatra según otra.
-Al veterinario- me dije.
Aquellos momentos de silencio no eran frecuentes en mi hogar desde que aquel subnormal se había mudado al lado, así que subí a la buhardilla a hacer una de las cosas que más me relajaba: limpiar mi pistola.
Cuando mi vieja Beretta ya estaba bien aceitada empezó de nuevo la tortura.
Tam-tam-tam
Miré por la ventana y lo vi sentado en la misma posición de siempre.
Aún me pregunto porque no metí la pistola en el cajón. La guardé en el bolsillo de mi chaqueta distraído y bajé las escaleras gruñendo.
Me planté frente a él y grité:
-¡Dame el puto tambor!
Tam-tam-tam
Aquel desesperante golpeteo fue toda la respuesta que obtuve del maldito enano que ni me miró.
-¡Que me des el maldito tambor!
Tam-tam-tam
 

Se lo intenté arrebatar y resultó más complicado de lo que creía. Abrazó su posesión con todas sus fuerzas y forcejeó dando gritos.
Me di cuenta que las cortinas de las casas cercanas se abrían insinuando cabezas curiosas. En ese momento no me importaban los vecinos, seguí forcejeando con el retrasado ese que no sé de dónde había sacado tantas fuerzas.
Estaba a punto de salirme con la mía cuando en un rápido movimiento mordió mi mano hasta hacerla sangrar.
-Maldito hijo de...
El disparo nos sorprendió a ambos. El me miraba con asombro, sin saber qué sucedía. Yo miraba con igual asombro mi reflejo en la ventana, la pistola humeante, la sangre en mi camisa...
Sin soltar el arma me giré para darme cuenta que las cabezas habían desaparecido y las cortinas habían vuelto a su sitio. La policía llegó  rápido y me detuvo con brutalidad. Yo no sentí nada.
De eso hace ya algún tiempo. No sé cuánto. Mi estadía en prisión ha pasado como un sueño confuso.
Los otros presos me insultan y me amenazan de muerte. Los guardias me han golpeado en más de una ocasión exigiéndome que pare. Me gustaría complacerlos, en serio, pero no puedo. Es mi castigo, mi verdadera condena.
Paso el día y la noche golpeando cualquier cosa que pueda usar como improvisado tambor.
Tam-tam-tam


2 comentarios:

  1. Muy bueno. Inquietante. Me gustó mucho ese final cíclico.
    Saludos!

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    1. Gracias Federico. Es agradable que mis escritos le gusten a los que saben.

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