jueves, 1 de enero de 2015

Señor zombi

Tengo una explicación bastante razonable de lo que sucedió. Anteriormente yo era un tipo de inteligencia superior a la de mis compañeros, amigos y familiares. Tanto que me moría de asco intentando sostener una charla estimulante con ellos. Cuando el virus empezó a apoderarse de las personas yo perdí mucha de mi capacidad intelectual y terminé siendo quien escribe estas líneas: Un cadáver ambulante con un cerebro mediocre pero funcional.  
Los que ya eran mediocres desde antes acabaron reducidos a seres balbuceantes que van de un lado para otro arrastrando los pies. En definitiva, zombis comunes y corrientes. 
Tal vez alguno podría pensar que gracias a mi don asumí el liderato de las hordas zombis para dirigirlas a la victoria, pero no ha sido así. Ocurrió lo mismo que pasaba cuando yo era un genio rodeado de gente normal: Me convertí en un paria entre los míos. 
Mis intentos por guiarles en un ataque organizado que aprovechara las claras vulnerabilidades de los no conversos sólo me proporcionaron golpizas. Igual que en el colegio, debo añadir. 
Lo peor de ser un zombi es el olor. No sirve de nada insistir en lavar mis trajes y perfumarme. Lo que huele a cadáver putrefacto soy yo y la ducha sólo empeora las cosas.  
Escogí una corbata azul y tuve que luchar con el nudo windsor porque mis dedos estaban siempre a mitad de camino entre la flexibilidad de un vivo y el rigor mortis de un fiambre. 
Sobre la mesa de la cocina había un soldado idiota al que atraje a una trampa usando como cebo una pepsi. Durante la noche había avanzado bastante en sus intentos por soltar mis nudos así que le rompí el cuello. Le clavé un punzón buscando las arterias y lo coloqué cabeza abajo para que su sangre llenara las botellas que antes contenían aquel magnífico cabernet sauvignon que ya no me hace efecto. 
Estuve escuchando un rato su radio pensando que enviarían más tontos a buscarlo pero al parecer no se habían percatado de su ausencia así que agarré el mío y lancé señales pidiendo ayuda en distintos canales. Ningún incauto contestó. 
Por la ventana se asomaban algunos zombis excitados por el olor  a sangre. Cuando terminé de separar el cuerpo en piezas más manejables les lancé los intestinos y otras partes que yo no sería capaz de comerme. 
Grité que se largaran a portarse como perros a otro lado al verlos pelearse por no sé qué cosa con un aspecto asqueroso. No obedecieron y le disparé  a uno con mi escopeta, el otro corrió llevando todas las tripas que pudo cargar. 
Corté en finas tiras toda la carne que pensaba consumir y guardé el resto en el congelador. Me esmeré en darle forma de sushi a mi soldado y lo desayuné acompañándolo con una copa de sangre que tenía ese buqué magnífico que le da a los militares la buena alimentación de las bases. Prefiero la sangre de soldados a la de otros supervivientes. 
Me limpié cuidadosamente con una servilleta. Cuando eres un zombi no duermes y tener un cerebro lúcido hace que te aburras, así que las servilletas tenían mis iniciales bordadas. 
Antes de salir verifiqué todas las puertas y activé los sistemas de alarmas. Había adaptado esa casa (La más grande y acogedora) con todos los sistemas de paneles solares, generadores de emergencia y otras tecnologías que había sustraído de  residencias más lujosas pero menos sólidas. Las casas de grandes paredes acristaladas no contendrían a los míos. 
Un grupo de zombis forcejeaba con una rubia hermosa y casi totalmente desnuda, prácticamente en la esquina de mi cuadra. Me sorprendió que siguiera luchando con el desgarrón que tenía en la garganta.   
A pesar de mi inteligencia tardé en darme cuenta que los zombis no intentaban morderla. En realidad se frotaban a ella como un perro cuando se enamora de la pierna de su amo. Supongo que no me percaté porque jamás había visto a los zombis interesados en el sexo. Pronto empecé a entenderlos, la chica despertaba instintos que yo también creía dormidos. 
Un soldado en motocicleta pasó cerca y ella empezó  a gritar pidiendo ayuda. El joven uniformado empezó a disparar a las cabezas de los muertos vivientes hasta que sólo quedó el que estaba más cerca de la chica. Seguramente no quería herirla. 
Una escopeta salió de repente de no sé dónde y apareció casi por acto de magia en las manos de la chica. Disparó al soldado y luego al zombi que quedaba en pie, tan rápido que para mí toda la escena fue borrosa y confusa. 
Se cubrió coquetamente la herida de su cuello, se puso un uniforme camuflado que sacó de un morral tirado cerca y se echó al hombro la escopeta y el cuerpo del soldado. 
Cuando se dio cuenta que yo estaba mirándola hice un gesto como quitándome un sombrero invisible y grité ¡Bravo! para elogiar su interpretación y de paso indicarle que yo no era como los otros tarados que se frotaban contra ella. 
Me guiñó un ojo y aunque el otro se le salió de la cuenca al hacerlo y tuvo que volver a acomodarlo, el gesto para mí siguió estando lleno de sensualidad. 
Este podía ser el comienzo de una gran amistad.

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