Cecilia era la mujer más linda de la región y nadie en su sano juicio
sería capaz de discutirlo. Hasta las envidiosas del pueblo coincidían en eso.
Su belleza era casi legendaria y pretendientes nunca le faltaron, aunque
ella pensaba que el príncipe azul debía estar muy lejos de los polvorientos
límites del pueblo y que tal vez podía encontrar algo mejor que un pobretón de cara
bonita.
Pablo, desde luego, no poseía una belleza legendaria, pero tenía
suficiente atractivo como para provocar algún suspiro.
Era técnico en electrónica pero reparaba cualquier cosa que pusieran en
sus manos, se tratara de un mueble de madera o un reloj cucú.
¿Serían suficientes esas cualidades para conquistar a Cecilia? No lo
sabía, pero estaba decidido a averiguarlo esa misma tarde.
Se aplicó generosamente el perfume que compró porque en una ocasión le
escuchó decir a ella, en la botica, que era a ese perfume que debía oler un
verdadero hombre.
Peinó lo mejor que pudo el caos azabache que envolvía su cabeza y salió
a la calle después de darse ánimos frente al espejo durante una hora.
Apareció, tal como tenía cronometrado, justo cuando Cecilia regresaba de
sus clases de piano. Saludó con simpatía haciendo una graciosa floritura con el
sombrero que se compró sólo para poder hacer frente a ella ese ensayadísimo
movimiento.
Cecilia contestó con un frío "Buenos días" que más parecía
gruñido que saludo. Pablo sin amilanarse la siguió calle abajo aunque ella
ignoró el brazo que le tendían.
-Me preguntaba señorita Cecilia si la inclemencia de este sol tropical
no despertaba en usted por casualidad la imperiosa necesidad de disfrutar un
helado.
Un seco "no" contestó a la pomposa invitación y Pablo, inmune
al desánimo, contraatacó:
-He notado que el hermoso reloj de péndulo que adorna su sala está
detenido. Si gusta podría yo repararlo en un santiamén no pidiendo otra cosa
como recompensa que unos minutos de su entretenida charla.
Otro "no" glacial escapó de la boca de Cecilia quien había
llegado ya a su portal y se despidió con un lapidario "Tenga usted buen
día".
Pablo, vacunado por la vida contra los desplantes se lanzó de nuevo:
-¿Podría esperar aquí hasta que salga nuevamente? Tal vez para ese
entonces le apetezca un helado.
Cecilia señaló la frontera que separaba el andén de las baldosas rojas
de su estrecha terraza y contestó:
-A partir de ese punto es zona pública. Puede hacer usted lo que le dé
la gana.
No volvió a salir el resto del día. De vez en cuando se asomaba a la
ventana pero el insoportable Pablo estaba ahí.
Terminó por dormirse y olvidar los pormenores del día.
A la mañana siguiente se llevó un susto al salir y ver a Pablo reparando
una radio y a tres personas haciendo cola con cachivaches.
-¿Le apetece un helado, señorita Cecilia?
-Cuando el infierno se enfríe- Contestó furiosa.
Al regresar encontró varias chiquillas en la cola de clientes. Lucían
risas tontas y cargaban artilugios a los que, estaba segura, no les fallaba
absolutamente nada.
Deseó romperles la sonrisa a ver si Pablo se las reparaba, pero entró a
casa sin decir ni hacer nada.
Esa noche una guitarra y una voz afinada interpretaron un bolero bajo su
ventana. Un par de vecinas suspiraron, pero no Cecilia.
Cecilia llenó de agua la olla más grande que pudo cargar y lanzó el
contenido por el balcón. Pablo siguió tocando la guitarra y cantando más fuerte
para sofocar los insultos de las vecinas contra su amada que sorprendida,
miraba oculta entre las cortinas
floreadas.
Bajo un gigantesco paraguas multicolor, Pablo rasgaba la guitarra
mientras le ofrecía un helado nocturno.
Con el tiempo los hombres dieron a Cecilia por caso perdido. Algo
similar pasó con Pablo que siempre tuvo una buena clientela pero que ya no era
visitado por las solteras excepto cuando realmente se les dañaba algo.
La vida en el pueblo siguió su rumbo. El cura huyó de unos padres
enfurecidos, el alcalde terminó preso por malversación y Cecilia rechazó miles
de helados mientras Pablo reparaba cosas anhelando que ella diera su brazo a
torcer o el infierno se enfriara. Lo que ocurriera primero.
No hubo que esperar un cambio climático en el averno para que Cecilia se
vistiera de novia, aunque sí mucho tiempo. Exactamente doce años.
El novio esperaba en la iglesia y Cecilia, fiel a su estilo, se hizo
esperar. Salió vestida de blanco, radiante y del brazo de su padre. Nadie en su
cuadra se le acercó a felicitarla y de hecho los pocos que estaban observando
cerraron las cortinas con desaprobación.
Antes de subir al lujoso auto engalanado de flores,
Cecilia depósito en el andén un vaso de helado. El último homenaje al hombre
que murió bajo su balcón con una guitarra en la mano.
Durante el último año siempre hubo bajo el solitario
paraguas multicolor un helado. El sabor variaba porque Cecilia nunca tuvo
oportunidad de preguntarle cuando estaba vivo, qué sabor prefería. O tuvo mil
oportunidades, pero no lo hizo.
Cecilia aprendió una lección de Pablo, pero no la
que él quería: Cecilia aprendió a esperar. Si Pablo podía esperar por ella,
ella podría esperar por su príncipe.
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